La Crónica de Hoy, 5 de agosto de 2001
“Testigo y actor parcial” de los acontecimientos políticos en 1994 como él se describe, Ignacio Pichardo Pagaza tenía tres meses como embajador en España cuando, en abril de ese año, fue designado secretario general del PRI, del cual poco después sería presidente.
Desde esa posición participó en la campaña electoral que llevaría a Ernesto Zedillo a la presidencia de la República y conoció las tensiones entre el nuevo mandatario y su antecesor, Carlos Salinas.
Desde el PRI también, Pichardo presenció y padeció las acusaciones infundadas de Mario Ruiz Massieu quien, como subprocurador en la PGR, investigaba el asesinato de su hermano José Francisco.
El 1994 que relata Pichardo, que poco antes había terminado su encargo como gobernador del Estado de México, está más delimitado por las tensiones dentro de la clase política que por el conflicto en Chiapas o las repercusiones que los sobresaltos políticos infligieron a la economía mexicana. Esas dos –Chiapas y economía– son asignaturas en las que su análisis abunda poco. En cambio su participación como testigo y actor del regateo político aquel año terrible le permite recordar episodios y reflexiones que añaden nuevos ángulos a la explicación, todavía incompleta, de cómo y por qué ocurrieron los desajustes y cambios políticos cuyas consecuencias llegan, incluso, a la derrota electoral del PRI el año pasado.
Viejas, nuevas formas
Triunfos y traiciones. Crónica personal 1994 denomina Ignacio Pichardo a su libro publicado por Océano (324 pp.) que comenzó a circular hace pocos días.
La sola decisión de escribir y dar a la imprenta ese relato da cuenta de los cambios en la política mexicana que a Pichardo le correspondió presenciar y protagonizar. En todo su recuento manifiesta haber tenido un comportamiento institucional ajustado a los estilos más tradicionales, que son los que moldearon y singularizaron a la política mexicana durante largo tiempo.
Su designación como embajador y luego su llegada a la presidencia del PRI obedecen a disposiciones del poder presidencial las cuales él acata –ciertamente de buen grado– aunque sus planes personales fuesen otros. En varias ocasiones relata encuentros con el presidente de la República, cuyas decisiones jamás cuestiona aunque no las comparta.
Esa disciplina a las formas, que como diría el conocido clásico eran parte del fondo, implicaba una sólida discreción respecto de lo que se platicaba en las reuniones formales e informales en la cúpula del poder. Al publicar su versión personal de esos acontecimientos Pichardo rompe con aquellas viejas reglas.
Quiebre histórico
Para ese político mexiquense, el quiebre político que habría de conducir a la situación actual del PRI y al viraje que experimentó la vida pública mexicana en los años recientes ocurrió el 29 de agosto de 1994.
Pocos días antes el candidato presidencial de ese partido, Ernesto Zedillo, había ganado las elecciones con más del 50% de los votos, 17 millones de sufragios, en unos comicios enormemente concurridos.
Pichardo, como secretario general del PRI, había estado cerca de las decisiones fundamentales de la campaña pero no siempre las pudo compartir porque, desde la designación de Zedillo como candidato, se estableció una distancia incluso física entre la campaña presidencial y el comité nacional del partido. Zedillo y su equipo más cercano despachaban en Copilco, al sur de la ciudad de México, en tanto que los dirigentes nacionales priistas lo hacían en el edificio al otro extremo de Insurgentes.
Aquel 29 de agosto el candidato presidencial electo pronunció en el auditorio del PRI un discurso en el cual insistió en la necesidad de construir una nueva cultura democrática y dijo que la votación reciente había sido por la unidad, la reconciliación y la tolerancia nacionales.
A Pichardo y, según su relato, a muchos de sus correligionarios en la dirigencia priista, les sorprendió que el candidato recién electo no hiciera una expresión triunfal que involucrase a su partido en la explicación del resultado electoral. “Esperaba la gran oración de la victoria; la arenga de salutación para el ejército victorioso, fatigado y cubierto de laureles, en labios del jefe triunfador orgulloso de sus huestes. Me equivoqué”, señala.
Por eso aquel día, asegura, “concluyó el siglo XX en términos de historia política de México e inició un nuevo ciclo con el que abrió anticipadamente la centuria siguiente”.
Cuestionada distancia
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