Por qué la política tiene tan mala fama

Publicado en El punto sobre la i, noviembre de 2017

No deja de ser paradójico —y junto con ello deplorable y triste— que ya avanzado el Siglo XXI sea preciso reivindicar a la política. Si con ella nos referimos a la gestión de los asuntos públicos y/o al ejercicio del poder, dimensiones ambas de la polis de donde se deriva ese término, entonces lo más natural sería que nadie fuera o quisiera ser ajeno a la política. Puesto que su desempeño a todos nos afecta, su ejercicio a todos involucra. La política resulta indispensable porque es el acercamiento de intereses distintos en sociedades por definición plurales y heterogéneas. Por eso política es diálogo, conciliación, acuerdos. Sin embargo a la política se la identifica más con los políticos que con esas prácticas. Y a los políticos, en una generalización alevosa pero muy extendida, se les conoce como abusivos, convenencieros y corruptos.

   Con la política y quienes la practican se hacen simplificaciones que terminan por resultar injustas. Pero es un hecho que la política está desprestigiada. En la contemporánea sociedad de masas la especialización en la conducción del gobierno, y del Estado, propicia que la política sea tarea de pocos en representación de muchos. Esos pocos que se encargan de encabezar la gestión pública reciben un consentimiento pasivo y a menudo desconfiado por parte de los ciudadanos. A pesar de recelos fundados, sean o no amplificados en el espacio público, muchos ciudadanos respaldan a un partido u otro, se interesan por los protagonistas de la política, acuden a votar por algunos de ellos. Es decir, con todo y el desprestigio que padece la política es considerada, digamos que bajo protesta, como una actividad necesaria.

   Esa tensión entre el recelo y el consenso define las relaciones entre la sociedad y el quehacer político. Desde luego quienes ejercen la política, ya sea de manera profesional y especializada o con el afán para ser parte de ella, son integrantes de la sociedad. No incurriremos aquí en la vulgaridad, por desgracia frecuente, que sostiene que los ciudadanos son diferentes a los políticos. Esa segregación es una más de las expresiones de la antipolítica.

   Todos los políticos son ciudadanos. Y todos los ciudadanos tienen derechos, entre los cuales se encuentra el derecho a hacer política o a no hacerla. Quienes no quieren involucrarse en tareas políticas formales, por ejemplo en un partido, no por ello tienen más méritos que quienes sí lo hacen. Al contrario. Hacer política de manera institucional es un privilegio pero implica sacrificios. También, no hay que olvidarlo, puede ser una vía para obtener prerrogativas que pueden llegar a ser ilícitas.

   En todo caso, quienes se mantienen fuera del quehacer político no por ello son más limpios ni están a salvo de practicar, en los ámbitos en donde se desempeñen, formas de corrupción como las que, a menudo con razón, se les reprochan a los políticos. Incluso podría decirse que, aun cuando resulta comprensible, el alejamiento deliberado respecto del quehacer político está muy lejos de ser una actitud conveniente por parte de los ciudadanos. Desdeñar a la política y promover el menosprecio por ella es una conducta cívicamente atrasada e incluso antidemocrática. Si a la política se le rechaza en bloque, como si fuera ineluctablemente una actividad nociva, entonces se fomenta el desapego de los ciudadanos respecto de los asuntos públicos. Si la sociedad deja esos asuntos a cargo de quienes ya hacen política, entonces se favorece el distanciamiento de los políticos respecto de la sociedad.

   La mala fama que padece la política se debe a diversos factores. Mencionamos cinco de ellos.

   1. La corrupción y los abusos. Siempre han existido. El ejercicio del poder político es propicio para que se cometan excesos y latrocinios. No es verdad que el poder corrompe invariablemente pero sí, para seguir con la célebre fórmula de Lord Acton, puede considerarse que el poder absoluto crea condiciones para una mayor corrupción. El poder político sin límites, o con restricciones escasas, tiende a instaurar un contexto de auto justificaciones en donde a las tropelías se les resta importancia e incluso se les considera habituales.

   En México, la concentración de poder en un presidencialismo que carecía de contrapesos reales cobijó numerosos atropellos. No sólo durante décadas hubo una constante expoliación de recursos públicos practicada o tolerada por los gobernantes. Además, en la sociedad mexicana durante buena parte del Siglo XX se consideraba que esas prácticas eran parte de la normalidad política. La concentración de atribuciones en el Poder Ejecutivo, junto con la ausencia de diversidad en el escenario político, favorecieron arbitrariedades e impunidades.

   Con el desarrollo de la sociedad y la creación de reglas para el escrutinio de los asuntos públicos, las acciones y decisiones del gobierno y de todas las instituciones del Estado se encuentran más y mejor vigiladas. Aunque no desaparecen, corrupción y abusos son más conocidos, se les denuncia de manera constante y de cuando en cuando incluso algunos políticos son castigados.

   2. El papel de los medios. Una de las funciones proverbiales de la prensa, y de manera más amplia de los medios de comunicación, es la vigilancia y, cuando hace falta, la denuncia de acciones y decisiones del poder político. Los medios de comunicación pueden develar y señalar, indagar y contribuir a comprender los defectos del sistema político y, de manera más amplia, de la sociedad toda. Para que así ocurra, los medios necesitan tener la independencia suficiente para no dejarse controlar por los poderes que desde la política y la economía quieren sujetarlos o al menos orientar sus contenidos.

   Una independencia cimentada en la suficiencia profesional y financiera permite, además, que los medios de comunicación puedan eludir las tentaciones de la estridencia y la exageración. No siempre lo hacen. Por lo general les resulta más atractivo poner énfasis en el escándalo. Es más redituable dedicarse al estrépito que a la explicación. Los medios, además, llegan a constituirse en jueces de la conducta de todos los actores sociales y políticos. El enorme servicio que prestan a la sociedad al publicar abusos del poder, se distorsiona cuando los medios de comunicación (o algunos de ellos) se comportan como fiscales y juzgadores profiriendo condenas por encima, y desde luego antes, que los jueces formales.

   Al apuntar desmanes del poder, los medios señalan a los malos gobernantes. La opinión crítica que la sociedad de nuestros días tiene acerca de la política y quienes la ejercen, se debe en buena medida al conocimiento de las extralimitaciones de gobernantes y dirigentes. Los medios cumplen con su responsabilidad social cuando hacen tales señalamientos, sustentados en hechos verificables. Sin embargo a cada momento generalizan en el diagnóstico que hacen del escenario público. En los medios de comunicación, con frecuencia, prolifera un discurso simplificador que sostiene que toda la política está podrida y todos los políticos son corruptos. Entonces se hacen eco de la antipolítica y, en la práctica, promueven la despolitización de la sociedad.

   3. La sociedad desconfiada. Los ciudadanos se encuentran más organizados, son más suspicaces y más exigentes que en cualquier otra época. Por vías muy diversas, las personas involucradas en política no institucional suman miles y miles, aunque muchas de ellas por lo general no reconocen que hacen política.

   Numerosas organizaciones no gubernamentales son el espacio en donde esos segmentos de la sociedad se expresan, demandan, cabildean y presionan al poder político tradicional. Desde espacios antaño reacios al compromiso o al protagonismo (empresas consultoras, grupos profesionales, fundaciones nacionales e internacionales, universidades, medios de comunicación, etcétera) se influye así en la definición de los asuntos públicos más variados.

   La multiplicidad de intereses representados por esas organizaciones impide encasillarlas en una sola actitud o una sola corriente política. Sin embargo casi todas se identifican en una convicción: rechazan la política institucional. No pocas de esas agrupaciones y quienes las componen, inclusive se consideran antipolíticos. Aunque se han convertido en uno de los engranes del entramado político en donde gestionan a favor de las más variadas causas, esas organizaciones suelen mantenerse equidistantes de la política formal: hacen política diciendo que no la hacen.

   4. Las redes sociodigitales. Son una formidable y hasta ahora ilimitada colección de espacios en donde la libertad de expresión se ejerce sin restricciones y las personas se intercomunican cuando y con quienes quieren. En tales ámbitos circula toda clase de contenidos y también hay sitio para la política y la antipolítica. Razones y sinrazones,  adhesiones y animadversiones, verdades y posverdades, se amalgaman en un caleidoscopio ensordecedor y, hay que reconocerlo, a menudo inasible y confuso.

   En las redes sociodigitales (Facebook, Twitter, Instagram, YouTube entre otras y, con rasgos diferentes, sistemas de comunicación como Messenger) la gente se apropia de la política, atisba a quienes la practican, los cuestiona y disemina o deconstruye sus discursos. En tales espacios los ciudadanos se vuelven interlocutores, aunque sus dichos por lo general queden en soliloquios, de los gobernantes y dirigentes políticos. Allí, toman desquite por los agravios que consideran les ha impuesto el poder político.

   Los memes y su transmisión viral ridiculizan y vilipendian a los protagonistas de la vida pública. De esa manera cuestionan y, con  demasiada frecuencia, incluso erosionan trayectorias y reputaciones. Es difícil sostener que ese ejercicio, lúdico y masivo, redunde en beneficio de una mejor política. La mofa de los políticos, de la misma manera que el activismo cuando se reduce a los espacios digitales, puede tener efectos catárticos. Sin embargo por lo general no transforma las carencias ni los defectos del quehacer político. Lo que sí hace esa proliferación de rechiflas en gifs, videos y tuits, es contribuir a la descalificación de la política. Por supuesto los políticos tramposos, mentirosos o ventajosos, se merecen esa desaprobación surgida del maltratado ánimo popular. Pero ese descrédito por lo general se extiende a la política toda. El meme, con su carga de cáustica impugnación, es más propio de la antipolítica que de la política.

   5. Difuminación de las ideologías. Los matices se han perdido en el intercambio político. No estamos en el fin de las ideologías que con tanta simpleza se proclamaba hace casi tres décadas pero sí ante varias tendencias que desdibujan los perfiles ideológicos de las organizaciones políticas.

   Por una parte las políticas y las instituciones públicas se han consolidado de tal manera que, quienquiera que se haga cargo de ellas, tiene que mantener las mismas medidas. Por eso por lo general no hay cambios sustanciales de un gobierno a otro, aunque sean conducidos por partidos de diferentes signos. Es difícil emprender modificaciones drásticas en políticas que se han vuelto rutinarias e institucionalizadas y que alcanzan cierta eficacia, por muy insuficientes que sean sus alcances. Al coincidir, en la práctica, los partidos de derechas e izquierdas han experimentado un desplazamiento hacia el centro.

   En segundo lugar de esa convergencia de posiciones políticas, aunque se mantengan fuertes discrepancias entre unos y otros, ha resultado un discurso más o menos homogéneo de partidos que tienen diversa filiación ideológica. Si bien no se le reconoce así, se ha legitimado una suerte de pensamiento único en el que suelen coincidir individuos y agrupaciones de las más variadas posiciones. Un solo ejemplo: cuando se discuten los parámetros de las finanzas del Estado prácticamente todos los políticos, especialistas, opinadores y líderes de toda índole, sean de derechas o de izquierdas, coinciden en que es indispensable evitar el déficit público. La economía neoconservadora se ha impuesto en todos los ámbitos con tanta influencia que nadie discute la posibilidad de mantener un déficit razonable para disponer de recursos que permitan atender urgencias sociales. (En el caso mexicano, a pesar de la hegemonía de ese dogma se ha mantenido un moderado déficit debido a las limitaciones del crecimiento económico. Sin embargo ese tema ha estado fuera del debate público).

   En tercer término el discurso político, de por sí restringido y esquemático, experimenta una simplificación adicional para ajustarse a las exigencias de los medios de comunicación. La televisión y la radio, y cada vez más la prensa escrita, requieren contenidos breves, llamativos, sencillos y, por ello, casi siempre fugaces. Mucho énfasis en grandes trazos, admoniciones más que exposiciones, frases sencillas y directas, tienen como consecuencia el estrechamiento del discurso político. Lo mismo sucede en las redes sociodigitales: es imposible explicar una propuesta compleja en los ya conocidos 140 caracteres.

   La política tradicionalmente era disputa, acercamiento y negociación de posiciones. Pero como resultado de las señaladas tendencias, se convierte sobre todo en trapicheo de intereses porque muchas veces las posiciones políticas quedan desplazadas o soslayadas. Particularmente, a las corrientes políticas que pretendían distinguirse por la originalidad de sus propuestas esas circunstancias las dejan sin espacio para diferenciarse y ganar posiciones.

   La confrontación ideológica era un recurso distintivo de las izquierdas que se diferenciaban de otras opciones porque proponían ideas e ideales. La solidez e incluso la audacia programáticas llegó a caracterizar a las izquierdas que, cuando hacían política en serio y no solamente de manera testimonial, apostaban por un mundo mejor y que además fuera posible. Ahora sin embargo, en un contexto menos propicio (para no decir refractario) a las ideas, la elaboración ideológica suele ser abandonada en beneficio de recursos más superficiales aunque sean más vistosos. Cuando las ideas pasan a un segundo término las izquierdas dejan de diferenciarse de otras corrientes, al menos con la contundencia con que lo hacían en otros tiempos. Hoy en día todas las posiciones tienden a parecerse. No hay debates ni espacios en donde puedan deslindarse claramente unas posiciones de otras.

   Reivindicar a la política es apostar a la construcción y entonces a la deliberación de opciones distintas. Si la política es indispensable, resulta preciso redimirla enfrentando los defectos y las circunstancias que han acentuado su desprestigio. Reivindicar a la política requiere comprender y vencer la tentación de la antipolítica.

Raúl Trejo Delarbre es investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.

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