Publicado en Crónica el lunes 22 de febrero
Misoginia y populismo se entrelazan ominosamente. El líder populista se considera encarnación de un pueblo disciplinado y homogéneo. El líder elige las adversidades contra las que ese pueblo ha de inconformarse. La defensa de los derechos de las mujeres le parece un asunto secundario, e incluso estorboso si se contrapone a sus proyectos políticos. En la concepción unívoca que tiene del pueblo y que propaga como eje de su credo populista, el dirigente de ese corte no comprende, y no acepta, la diversidad social que evidencian las demandas feministas.
La batalla por los derechos de las mujeres lacera la creencia en la homogeneidad y la subordinación del pueblo a los designios del líder. La diversidad que es inherente a la sociedad contemporánea no encaja con la noción plana y simplista que el dirigente populista mantiene acerca de sus seguidores y/o gobernados. Cuando ese amasijo que desde su perspectiva es el pueblo se manifiesta multicolor y heterogéneo, con pulsiones, preferencias y convicciones muy variadas —incluso con exigencias que no coinciden con su agenda— el populista reacciona con desconcierto, desplantes y pataletas.
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